El Barranquillo fue durante el siglo XVIII y XIX, una casería próxima al río Yeguas. La finca era del marqués de Grañina y conde de Gómara.
Hoy día, sorprendentemente, no queda rastro alguno de su existencia, pero sí conservamos la narración de un hecho legendario que, según la memoria de nuestros antepasados, ocurrió en ese lugar:
“Eran tiempos antiguos en los que el ingenio humano aún no había ideado la luz eléctrica, ni siquiera el motor de combustión. Los días discurrían entre los trabajos de recolección con jornadas laborales casi interminables y las noches, frías y penosas, inundaban desde muy pronto el paisaje olivarero de la serranía con una oscuridad plena, solo salpicada de las tenues lucecitas que los candiles de un sinfín de casillas y caserías proyectaban a través de las ventanas, conformando un paisaje similar al de los belenes navideños.
En ese ambiente de sosiego vespertino, la hija más pequeña de los caseros, fue a perderse la tarde del día de la Nochebuena entre los olivares lejanos a la casería cuando, en compañía de sus padres, regresaba del tajo quizás aturdida y confusa por la densa niebla que inundaba a esas horas la cañada de los Caros.
Cuando la noche invadió de veras los campos, los padres empezaron a mostrar preocupación al comprobar que la pequeña no regresaba. Entonces, sin más dilaciones, iniciaron su búsqueda por aquellos pagos ayudados de los candiles y de las demás familias aceituneras alojadas en la casería. También acudieron en su ayuda los aceituneros de la Campana, de la Herradura y de Los Caros, pero día tras día, noche tras noche, resultaba infructuosa su búsqueda. Cada minuto crecía la congoja de todas aquellas buenas gentes, sobre todo cuando a la caída de cada tarde los aullidos de lobos y de otras alimañas de la serranía cercana, hacían perder en ellos la esperanza de hallarla con vida.
Pasaron siete días y siete noches y he aquí que una mañana muy temprano, y antes de encomendarse los aceituneros en sus tareas cotidianas, vieron acercarse un bulto, entre la niebla, que venía hacia la casa. Los caseros, José y Ana María, sorprendidos, fijaron su mirada en aquella figura difusa, resultando finalmente ser la niña perdida que inexplicablemente regresaba, sin que su aspecto presentara rasgos de haber sufrido padecimiento alguno.
Muy pronto cundió la alegría y el regocijo, y corrió, de boca en boca, el aguardiente, las tortas de aceite, los pestiños y los roscos de Navidad, celebrando todos juntos el acontecimiento del regreso de la hija de los caseros.
Pero enseguida una duda invadió el interior de aquella humilde gente: ¿cómo habría podido un ser tan frágil e indefenso sobrevivir a los peligros de la noche y al frío intenso de un invierno tan crudo donde las escarchas blanqueaban los campos hasta más allá del mediodía?.
La niña cuando empezó a contar lo ocurrido solo podía recordar que una buena señora, amable y acogedora, la estuvo cuidando, noche y día, resguardándola del frío intenso, acurrucándola bajo su manto, y cuando necesitó alimento se lo daba al instante.
Aquella señora nadie pudo verla en los días posteriores al suceso. Ni tampoco las gentes de los contornos consiguieron darle una explicación coherente a lo narrado por la niña. Sorprendentemente, unos días más tarde, los aceituneros se percataron de que un viejo olivo de la cañada de los Caros, poco dado a cuajar fruto, presentaba un aspecto insólito por la gran carga de aceitunas que soportaba. Al momento la niña reconoció el lugar, como el sitio donde había pasado aquellos días con la misteriosa señora. Al parecer aquel viejo olivo ya no dejó de tener abundantes cosechas en los años posteriores a tan extraño suceso”.
Publicada originalmente aquí
Por Manuel Perales Solís.