En el año 1883 dentro de las reformas del Balneario llevadas a cabo por León y Llerena, destaca la creación de un gran jardín con una extensión de más de 9 hectáreas por el jardinero del Jardín Botánico de Córdoba Manuel Méndez; este jardín, según testimonio de los agüistas de la época, era la verdadera joya del Balneario.
El recorrido por el jardín comenzaba en el viaducto que bajaba desde la curva de la carretera del Balneario y permitía a los agüanosos llegar hasta la Galería de los Manantiales.
Los jardines tenían un camino principal y varios senderos, lo que unido a las distintas fuentes y los puentes que salvaban varios arroyos que recorrían el Parque del Balneario, como era conocido, el encanto que aparece reflejado en las crónicas de la época.
Nada mejor para conocer este jardín que la descripción que hizo de él el periodista del ABC Luis Royo Villanova para el seminario Blanco y Negro en 1894:
Y hora es de hablar del Parque, la verdadera joya de Marmolejo.
Entramos en él por el viaducto, y… ¿Ve usted? nos decía nuestro amabilísimo Cicerone señalando las peladas faldas de Sierra Morena ¿ve usted aquello? Pues esto era lo mismo: terreno pelado desde el rio hasta la carretera, desde la Sierra hasta el manantial. Con esta consideración, y viendo una tras otra hasta el mareo las infinitas especies arbóreas que pueblan el Parque, lo adornan y embalsaman, compréndese el trabajo que representa aquella gigantesca resurrección de la naturaleza frente a la Sierra adusta, que parece mirar con envidia tanta y tan variada frondosidad.
Allá los plátanos crecen desmesuradamente, mostrando la débil escama de su corteza y las hojas anchas y picudas como manos extendidas el saludable eucaliptus purifica el aire, el álamo blanco agita su cabellera plateada, y la acacia mueve sus hojillas, agrupadas en series. Crece el cinamono junto al ganado, el fresno al lado de las sóforas, los castaos de Indias, los naranjos, almendros, nísperos, granados y mil especies más, agrupados en algo como un congreso arbóreo, donde las plantas no están de muestra como en una estufa o en un jardín botánico, sino que se cuentan por cientos las de cada clase, y viven en perfecta sociabilidad gracias a la savia del terreno, que da para todas, permitiendo ver unidos el pino del Norte con el naranjo del Mediodía, el salvaje arbusto serrano con el cinamomo oriental. Hay en la parte baja, bañados por un arroyuelo, varios sauces tan elevados, que parece que tienen trampa; sus ramas y hojas caen desde la copa formando una cascada colosal.
Ni es la frondosidad del Parque su mayor encanto: puesta en una llanura, quizá resultaría pesada y mazorril toda aquella masa verde. Mas el terreno, artísticamente accidentado, os da en cada sitio un paisaje diferente, y el Parque es nuevo a cada paso, porque su estructura obedece al sabio precepto de la unidad en la variedad. Desde la parte baja, donde crecen los sauces y asoman sus varillas los viveros, veis en lo alto el desfile de coches de la carretera; a otro lado, la soberbia rampa y el viaducto de entrada, casi oculto por los eucaliptus; desde el kiosco de la Montaña rusa veis serpentear el rio, remedando el pétreo serpenteo de la sierra, cuyas cimas parecen marchas una tras otra, como fantástica procesión de encapuchados.
Una calle central y un paseo de circunvalación forman las vías principales del Parque, cruzado por doquier de sendas y caminillos. Sencillos bancos pintados de verde ofrecen descanso al paseante; en último término, extenso campo de violetas de una eflorescencia verdaderamente ecuatorial seduce la vista desde muy lejos, cientos de gorriones canta a la vez en la pajarera… ¡La pajarera! No se trata de ninguna jaula, sino de un grupo de frondosos árboles donde acostumbran a posarse, caído el sol, todos los pájaros de las cercanías, en tal y tan considerable número, que sonando una palmada junto a los añosos troncos, sale a escape la volandera multitud, dando un zumbido como el de la piedra al salir de la honda y sembrando el cielo de agitadas manchas negras como pavesas de algún incendio formidable.
Crecen los rosales por todo el Parque, y como plantas trepadoras suben tronco arriba de los árboles, en tal forma, que cuando viene la primavera parece que los plátanos han echado flores vivísimas; que los cinamonos, pinos y enebros se han obsequiado con mutuas guirnaldas; que las acacias, como buenas andaluzas, se han puesto en la cabeza rosas frescas y perfumadas al hacerse su toilette matinal. El verjel ha sido galante con la cordillera, y así, en la vertiente que mira al rio y hace vis-a-vis con la sierra, aparece poblado exclusivamente de arbustos serranos: madroños, espinos, lentiscos, brezos, enebros y plantas olorosas del monte, como espliego, romero, tomillo, etc… etc.
Es, en suma, el Parque un verdadero paraíso, pero sin serpientes ni manzanas mordidas, porque todo lo dispépsico se guarda de probar la fruta como de escaldarse.
¡Ah! Si Adán hubiera parecido de gastralgia, ¿Quién sabe si ahora nos ahorraríamos el pago de las consecuencias de su falta?.