Desparecido tras las obras del Pantano del Yeguas, el recuerdo de este recóndito lugar ha quedado para siempre vinculado a su antigua leyenda:
“Aquel era un lugar lejano y apartado de las rutas más transitadas por las gentes de las poblaciones de la comarca. Para llegar allí, al “Barranco del Lobo”, había de abandonarse la vieja carretera de la sierra, a la altura de las ruinas de la casería de la Virgen, y adentrarse por un antiguo veredón que a ambos lados ofrecía exquisitas vistas de una comarca olivarera salpicada de casillas y de hermosos lindazos de vegetación arbustiva. Además, la estupenda visión que brindaba la escena cercana del pago del Charco Novillo, con sus emporios de vida rural, como la casería de las Loras, El Santo y la Palma, hacían que el asiduo visitante de estos parajes, se sintiera especialmente reconfortado con tanta belleza.
Desde lo alto de la loma de la Viñuela de Godoy, el casero del Lobo, disfrutaba cada tarde de aquel maravilloso espectáculo. Allí justo donde la vereda que descendía hasta la casa se internaba en un callejón de lentiscos y romeros, era el lugar preferido por Perico para llevar a las yeguas y a los marranos, pues en todos estos lindazos, durante el otoño, alguna que otra bellota ya se había desprendido de los chaparros.
Perico sabía que pronto, cuando el sol se escondiera tras la silueta del torreón del molino de Las Loras y abajo, en la huerta de Mollejas, las brumas comenzaran a inundar el valle del Yeguas, Conse, su mujer, tendría ya preparada la cena de ese día a punto de finalizar.
-“Apuraré la colilla y me bajaré hacia la casería. Los animales parece que ya se han hartado”.
La verdad es que a la altura de aquel mes de noviembre había llovido bastante. Toda la ladera que miraba a poniente comenzaba a verdear y entre los lindazos de las partes altas del valle, los musgos se mostraban frescos y olorosos bajo las lentisqueras. El río, tras la seca veraniega, dejaba escuchar el constante murmullo de su corriente otoñal, y los cantos del cuco y de los mochuelos provenientes del bosquecillo de olmos y eucaliptos del arroyo de las Loras, daban unas notas mágicas a los atardeceres.
A la hora de la puesta, la temperatura invitaba a la compañía de unas brasas en la chimenea de la casería. -“Ha debido de llover bien por ahí arriba en la sierra. El río se oye más que de costumbre para la época en que estamos. Veremos a ver si puedo cruzarlo para llevar de mañana a los animales a la fuente de La Gutierra”-. Éstas y otras consideraciones relativas a sus quehaceres cotidianos meditaba Perico mientras descendía por el chinarral por donde discurría la estrecha vereda que bajaba hasta la casería.
Mientras tanto, Conse, ya había apartado de las ascuas, una sartén con un carnerete de pan, huevos y trocitos de tocino preparado tras recoger a las gallinas y los pavos en el corral de la casa.
Cuando Perico llegó era ya casi de noche; tan solo quedaba en el cielo una ténue luminosidad rojiza que se fue apagando lentamente, dejando paso a un sin fin de pequeñas lucecitas parpadeantes sobre el firmamento del olivar.
-“No me extrañaría, mujer, que la madrugada trajera escarcha. Se ha quedado raso y el suelo está muy húmedo”.
-“He puesto –comentó Conse- sobre la cama la manta de lana que trajimos de Cañete de las Torres, cuando fuimos por San Miguel a comprar las yuntas de Don José, y he preparado un carnerete bien caliente y unas rabanillas de la huerta de Mollejas”.
-“Pues no hablemos más y vamos a cenar que habremos de acostarnos pronto para poder madrugar mañana y acercarnos al pueblo. Las provisiones están escasas y noviembre se presenta lluvioso; no vaya a ser que se meta de agua y no podamos salir de aquí en varios días”.
–“¿Recuerdas hace tres años cuando tuvimos que volvernos desde la Herradura calados hasta los huesos?, dijo Conse”.
–“Aquel invierno de 1925, ¡Qué buena cosecha de aceitunas hubo!. Estaban los olivos del llano que no aguantaban más la carga”, le apuntó Perico.
-“Recuerdo que el casero de Las Loras sembró unas papas y unas habas que en mi vida vide cosa igual. Aquel año la cosecha de vino en las Cavas de la condesa de la Vega del Pozo, tampoco fue mala”.
-“Como el otoño sea bueno de agua seguramente tendremos compaña pues probablemente Don José mande a Juan José “Salerete” con las yeguas desde el Ecijano. Tendremos que limpiar los cuartos de arriba para que viva con su mujer”.
En medio de esta conversación estaban cuando Perico terminaba de mojar los últimos trozos de pan en los restos de carnerete que aún había en la sartén. Sin darse cuenta, entre trago y trago de vino de pitarra, que él mismo elaboraba con uvas de la Viñuela, el exquisito manjar, llegó a su fin.
La partida hacia Marmolejo, al día siguiente, la hicieron bien temprano, cuando aún el sol no había levantado por la loma de “Las setecientas”, de Doña Ana Cañete, pero estaban acostumbrados a ello ya que si querían volver antes del anochecer, no les quedaba otro remedio que madrugar.
–“¿Has soltado a los animales?, preguntó Perico. ¡Veremos a ver donde me los encuentro cuando volvamos!.
-Confío que no tenga que trasponer a buscarlos a la Herradura Parra.
-Recuérdame al pasar por la Campana, que le diga al casero que esté pendiente por si los viera por el arroyo de Los Caros, y espero que a los marranos no les dé por irse pa el río; parece que viene crecido”.
Cuando Perico y Conse pasaban por el camino de La Campana, el día empezaba a clarear. Sus caseros ya estaban levantados pues se veía humear la chimenea y se escuchaban desde lejos murmullos de animales y de jornaleros. El casero, fiel a una costumbre, les salió al paso y les entregó una carta para su hijo que estaba en Larache (Marruecos), sirviendo al rey. Al paso por la casería de Olaya también vieron luz de candiles por las ventanas, y a la altura del Ecijano el sol les enseñó sus tenues rayos proyectados desde la loma de Marmolejo.
Entonces, Perico, siguiendo el ritual de costumbre, se bajó de la yegua blanca ante la cercanía de la cuesta de Polo para llevarla de reata. Conse continuó, sin embargo, montada; cubría su cabeza con un bello pañuelo azul y verde que acostumbraba a fijar con un nudo debajo de la barbilla. El pelo lo llevaba recogido con un hermoso moño y el vestido para la ocasión, de color marrón oscuro, resaltaba el colorido de un delantal de tonos más alegres. Una espesa toca de lana negra completaba su indumentaria. Perico también llevaba su atuendo de gala para la ocasión –pantalón, chaqueta y gorra de pana dorada-, no en balde habían estado sin ir por el pueblo durante una larga temporada ya que el pan lo hacían a diario en un viejo horno de la casería.
Mientras tanto, las yeguas y los mulos habían quedado solos, trabados con sus cencerros en los lindazos de las “Setecientas”. Los marranos se afanaban en rastrear con su olfato la ribera del Yeguas, frente al arroyo de las Loras y las gallinas picoteaban en torno a la casería la tierra humedecida buscando gusanos y lombrices, o las alúas que salían de los hormigueros con el sol del mediodía. Todo parecía en orden tal y como Perico lo presuponía.
Aún así, en su mente rondaba una preocupación por algo que les había ocurrido, años atrás, a los anteriores caseros que allí vivieron. La historia se la refirió a un arriero con el que coincidió durante su parada habitual para tomar el vino en el ventorrillo del Lobo, de regreso por la tarde hacia la casería:
-“Era un día de riguroso invierno y a duras penas aquellos caseros pudieron salir barranco arriba buscando el carril de La Herradura. Dejaron a los animales encerrados en el corral; los prepararon bien de paja y de grano para que no les faltara, pero cuando regresaron del pueblo les llamó la atención ver entreabierto el postigo de la ventana trasera y que algunas gallinas andaban sueltas, muy nerviosas, fuera del corral. Las bestias también estaban intranquilas. Todo parecía extraño y misterioso.
Aquel hombre se dispuso a entrar en la casería, quedándose su mujer subida en el mulo. Nada más abrir la puerta escuchó en el interior un ruido, como si alguien hubiera dentro. Su sorpresa fue ver acurrucado bajo la escalera a un lobo de grandes dimensiones que en lugar de atacarlo se limitó a mirarlo con cierto temor. Enseguida se percató de que estaba muy asustado.
-¡Corre mujer!.
– ¡Vete por la parte trasera y cierra el postigo de la ventana!. ¡Me meteré como pueda para espantar a un lobo que hay dentro de la casa!.
Así lo hizo aquel hombre, armado de valor se introdujo en el portal, fue hacia la cocina para coger su escopeta y dando un tiro al aire vio como el lobo salía huyendo por una ventana trasera que no tenía reja. Al darse cuenta que el animal no quería hacer daño alguno lo dejó marchar. Dicho esto el arriero que alternaba con Perico se emocionó al pronto y le refirió que por aquellos años un lobo como aquel, de una gran pechera blanquecina le salvó de morir desangrado, cuando estaba solo y desamparado, cerca de la finca de los Rasos.
–“Me había pillado la pierna en un cepo para venados y aquel lobo me lamió la herida hasta que se me cortó la hemorragia, cicatrizando al poco rato. Después pude avanzar, dando gritos de dolor, hasta llegar donde se encontraba mi familia en las Labraillas. Todos pensaron al verme que fue un hecho milagroso”.
Dicho esto el arriero se despidió de Perico continuando su camino por el viejo veredón que desde el mismo ventorrillo ascendía por el arroyo del Agua, en dirección a la Loma de Candelas para adentrarse en Sierra Morena por el vado de Los Cabios.
Perico y Conse sorprendidos por lo escuchado, subieron la cuesta Polo arriba por el camino de carne paralelo a la carretera. En breve pasaron por La Campana donde los caseros les salieron al paso para recoger las cartas del primogénito que en África servía a la Patria.
-“!Adiós Pedro!,- ¡adiós Conse!, les dijeron. ¡Hasta Nochebuena que nos volvamos a ver para comernos las perrunas y los pestiños!.-!Este año vendrán los aceituneros del Cañuelo a tocar con las bandurrias!. ¡No faltéis!. ¡Pasaremos un buen rato!”.
Publicada originalmente aquí
Por Manuel Perales Solís.